Describe Dickson Carr en su novela “El crimen de las figuras de cera” un imaginario Club de los Antifaces, al que puede concurrir todo buscador de nuevas experiencias. Es una especie de confitería a media luz con habitaciones en el primer piso, donde el personal lleva antifaces blancos, y los clientes antifaces de diversos colores que simbolizan aquello que están dispuestos a esperar de la relación. Lucir un color puede significar “busco un encuentro heterosexual ocasional”, otro “busco una relación estable” y otro simplemente “busco una conversación interesante”.
También puede encontrarse el amor por azar, como le pasó a cierto grandote de casi dos metros de altura que era la oveja negra de una muy rica y reconocida familia argentina, no sólo porque fuera uno de los referentes del incipiente radicalismo, netamente popular, sino también por su elección amorosa.
La cosa comenzó cuando la cantante lírica Regina Pacini ofreció su función en Buenos Aires. El hombre quedó rápidamente prendado, pero ella lo ignoró a pesar de las 48 rosas que le envió al camarín. Muchos hubiesen abandonado pero aquel hombre, durante los ocho años siguientes de 1899 a 1907, la persiguió con sus rosas a cuestas por todos los lugares del mundo donde actuaba.
Cierta noche doña Regina debía ofrecer su función en Lisboa, y cuando se levantó el telón el teatro estaba absolutamente vacío. Pero no del todo, porque allí estaba parado el hombre mostrándole una canasta repleta con todas las entradas que había comprado y diciéndole: “esta noche cantará para mí”. Esta vez la dama no pudo resistirse y finalmente se casaron en 1907 a pesar de la oposición familiar y a pesar del vacío que dejaba cuando las damas porteñas entendieron que desaparecía el soltero más codiciado de la época. Y para colmo de males, doña Regina era una simple artista popular, ya que por entonces la ópera no era algo ‘distinguido’ sino una manifestación de la cultura del pueblo.
El hombre en cuestión fue luego presidente de la república de 1922 a 1928, falleciendo en 1942. Pero para Regina, que no valía aquello de “hasta que la muerte nos separe”, durante los 23 años siguientes visitó a su marido en la Recoleta una vez por semana, donde se quedaba dos o tres horas en silencio conversando con él. Finalmente falleció a los 94 años.
Para ellos el divorcio no era una opción, y no porque ni figurara en el código civil, sino mas bien porque era totalmente inconcebible para sus cerebros de enamorados. Y hoy, cuando camino por la calle Marcelo Torcuato de Alvear, no recuerdo a un presidente de la República sino al premio Nobel al amor. ¡Cómo me hubiera gustado que me pasara algo así!
Pablo Cazau