Algunos exhiben su cuerpo, otros exhiben su dolor y sus desgracias, pero están también quienes exhiben su felicidad como si fuera un gran trofeo. “¡Vean lo felices que somos!”, anuncian en Facebook, mientras publican una andanada de fotografías sonrientes y dichosos, paseando por la playa o besándose apasionadamente.
Es comprensible: ¿quién de nosotros no informó a sus allegados lo feliz que estaba porque le pasó tal o cual cosa (salvo haberse sacado la lotería)?
Hay, sin embargo, una diferencia entre transmitir nuestra felicidad a muy pocos seres queridos como parejas, amigos, padres o madres, y transmitir la felicidad públicamente como puede hacerse en Facebook, que sería lo mismo que salir a la calle con un megáfono gritando “Soy feliz”, y con una remera que dice lo mismo. En el primer caso la felicidad se comparte, y en el segundo se exhibe.
Pero, ¿qué lleva a las personas a exhibir indiscriminadamente su bienestar, y qué consecuencias puede traer ello?
Tal vez algunos quieren simplemente compartir un estado de ánimo, pero tal vez otros quieran mostrar que están por encima de los demás mortales, o tal vez quieran obtener reconocimiento y aprobación. En cualquiera de estos casos hay un problema con la autoestima: unos se sobrestiman, otros se subestiman, y no pueden encontrar el equilibrio justo.
Pero en cualquier caso, no pueden ni concebir ni medir las consecuencias de sus exhibiciones: algunos espectadores se aburrirán soberanamente, otros serán carcomidos por la envidia, y todos terminarán bloqueando o eliminando al exhibidor mientras éste último sigue preguntándose qué hizo mal.