El amor a uno mismo

Se supone que el amor debe repartirse equilibradamente, y por algo el corazón tiene varias cavidades: una para uno mismo, otra para los seres queridos, otra para las actividades placenteras, y otra para las cosas materiales, y entonces el exceso de amor supondrá guardarlo casi todo en una cavidad dejando medio vacías las otras. El narcisista extremo guarda todo en el compartimiento para uno mismo, padeciendo entonces de exceso de autoamor.

Hay un narcisismo normal y necesario cuando nos queremos, y uno enfermizo cuando nos queremos solamente a nosotros mismos y los demás no importan nada. Cuando El Principito de Saint-Exupéry visita el asteroide del vanidoso, éste exclama: «¡Ah! ¡Ah! ¡He aquí la visita de un admirador!», y cuando le pregunta por el raro sombrero que usa, les contesta que es para saludar cuando lo aclaman. Asimismo, en “Flatland”, la divertida fantasía de Abbott, el vanidoso es representado mediante un punto. Como tal se considera único, tanto que si escuchara una voz de afuera sólo podría decir: «¡Qué maravilla! ¡Estoy escuchando el sonido de mi propia voz!».

El espejo es el objeto preferido del narcisista porque le muestra aquello que más le interesa en el mundo, incluso si es feo o deforme porque se ha enamorado de una imagen idealizada de sí mismo. Las fotos son también otro objeto predilecto y, a diferencia de las personas normales, se limitará a verse a sí mismo sin pasar luego a ver a los demás y al paisaje. También son objetos predilectos las demás personas, en tanto espejos, fotos y semejantes en tanto le confirmen una y otra vez que es el mejor del mundo.

El narcisista ‘normal’ viene una visión algo más objetiva de sí mismo, pudiendo discriminar qué aspectos propios son valiosos y cuáles no. La autoestima de la mayoría de las personas pueden subir o bajar a lo largo de la vida o hasta a lo largo de un día, pero el narcisista enfermizo la tiene siempre exagerada. Las variaciones en la autoestima suelen depender de cuánto nos aprecian o no los demás o de nuestros éxitos o fracasos, pero hay una autoestima básica, más importante, que se define desde aquella primera infancia donde nuestros padres nos consideraron valiosos o despreciables. Esta autoestima básica se transformará con el tiempo en cuánto nos valoramos a nosotros mismos, más allá de cuántos nos valoran o no los demás.

Todos alguna vez fantaseamos con ser perfectos, aunque la cruda realidad poco a poco fue mostrándonos nuestras imperfecciones. Queríamos tener diez de promedio en los estudios, queríamos ser el más amado y admirado, queríamos ser el más fuerte y el más bello de todos, queríamos ser el papá o la mamá ideales, el esposo o la esposa perfecta, el hijo extraordinario, queríamos que nos dieran la razón en todo y que jamás nos criticaran, y queríamos conformar a todo el mundo.

Algunos siguieron creyendo firmemente en esta vana ilusión exigiéndose cada vez más a sí mismos, pero llega un momento en que hay que tirar la toalla. Intentar ser perfecto consume mucho esfuerzo, con lo cual, no quedará energía para otras cosas como bailar mal, cantar peor, hacer lo que a uno le gusta aunque salga mal, ser espontáneo, ser insoportablemente imperfectos para algunos perfectos, o hacer reír a nuestros seres queridos con nuestras increíbles equivocaciones.

Y no es que uno se proponga ser un perfecto imperfecto. Simplemente se trata de canjear la perfección por la tranquilidad, ese estado donde uno es libre de acertar y equivocarse, y por la sabiduría, donde uno se torna capaz de reconocer y rectificar sus errores sin necesidad de rasgarse las vestiduras, donde uno se vuelve capaz de pedir ayuda y donde uno llega ser capaz de perdonarse. Claro que con el paquete viene también sentirse a veces deprimido, enojado, agresivo, celoso, envidioso, vengativo y demás imperfecciones, pero es un precio mínimo que debe pagarse al lado del tremendo costo que supone la perfección.

Desde un punto de vista meramente biológico, el egoísmo está vinculado con el instinto de supervivencia del individuo y el altruismo con el instinto de supervivencia de la especie. Cuando en un naufragio cedemos el asiento del bote salvavidas a un hijo u otra persona estamos dando prioridad a la salvación de la especie, aunque también podríamos salvarnos primero nosotros priorizando la salvación del individuo.

Ser altruista o ser egoísta no siempre es un simple instinto mecánico. Existe una fuerte presión social para comportarse de una u otra manera, y las personas suelen obedecer esta presión para no ser excluidos o cuestionados.

Esto significa que alguien puede ser altruista no porque sea “bueno” por naturaleza sino porque necesita de la aceptación y reconocimiento social, lo cual encubre un comportamiento egoísta. Asimismo, en China quien visita a sus padres ancianos y los asiste económicamente no necesariamente es altruista porque en realidad teme el castigo por violar una ley que obliga a hacerlo, y, fuera de China, quizás porque le teme al remordimiento. La presión social para ser altruista aparece también en algunos dichos populares del tipo “Dios te castigará si no ayudas a tu prójimo” o “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (no existe nada que prescriba “Ámate a ti mismo como a tu prójimo”).

Claro está que una persona puede ser altruista sin que encubra ningún amor egoísta como un remordimiento o alguna clase de castigo: es aquí donde el amor altruista es la directa y sencilla expresión del mecánico instinto de supervivencia de la especie. Habría entonces razones para pensar que amar no es resultado de un acto de la voluntad: pareciera que no podemos decidir a quién amar o no amar en la medida en que amar o no amar dependa de instintos automáticos o algún temor al castigo.

Pablo Cazau